… “Estoy convencido de que a nadie perjudico
voluntariamente. Pero también veo que no consigo convenceros… ¿qué tengo que
temer? Pagar una multa, he dicho ya que carezco de recursos, y que, por lo tanto,
no podría satisfacerla… mis conciudadanos, no habéis podido soportar mis
consejos y mis propósitos; si de tal modo os han importunado e irritado que
procuráis por los medios que están a vuestro alcance liberaros de ello.
¡Y qué vergüenza, y qué miseria para un hombre de mi edad el
dejar mi patria para ir sin cesar de una en otra ciudad siendo arrojado de
todas partes!
Porque estoy seguro de que allí donde fuese, los jóvenes
vendrían a escucharme, como aquí.
Y claro que a más de uno se le ocurriría decirme: “Pero
Sócrates, ¿es que no puedes librarnos de tu presencia retirándote a vivir
tranquilo y sin meterte en discutir como acostumbras?” ¡Ah!, precisamente esto
es lo que me sería más difícil de haceros comprender a muchos de vosotros.
Claro, que, si tuviese dinero, ofrecería pagar lo que me
fuese fácil cumplir, pues esto en nada me perjudicaría. Pero qué hemos de
hacerle si no lo tengo. A no ser que consintáis en reducir esta multa a mis
posibilidades.”[1]
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