“Habiendo sido condenado a
muerte, Sócrates dirige a sus jueces la siguiente alocución
… Lo que me ha faltado para
librarme no han sido discursos, sino la audacia, la desvergüenza, la cobardía
de haceros oír lo que os hubiera sido más agradable; es decir, el ver a
Sócrates llorando, gimiendo, haciendo y exclamando cosas indignas de mí; en una
palabra, todo lo que estáis habituados a oír a otros acusados.
Hay muchos medios de escapar de
la muerte. Pero no olvidéis, jueces, que lo verdaderamente difícil no es el
escapar de la muerte, sino el escaparse de obrar mal… Si la muerte es, en
efecto, el tránsito de un lugar a otro, si es cierto que allí, como dicen, se
reúnen todos los que murieron, ¿podríamos imaginar algo mejor? Tengo por
evidente que lo mejor para mí es morir y librarme de este momento de toda pena.
No obstante, y a pesar de ello,
tan solo una cosa les pido: cuando mis hijos sean ya hombres, castigadles
atormentándoles como yo os atormentaba a vosotros en cuanto creáis advertir que
se preocupan del dinero o de cualquier cosa que no sea la virtud. Y si se
atribuyen méritos que no tienen ,
morigeradlos (corregidlos, mesuradlos), como yo os morigeraba a vosotros…” [1]
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