“…el amor inmediato puede cambiar desde sí
mismo, puede cambiar en el transcurso de los años, cosa que se ve bastante a
menudo. Entonces el amor pierde su fogosidad, su alegría, sus ganas, su
originalidad, su frescura; lo mismo que el río, que brincaba entre las rocas de
la montaña, más allá languidece en la apatía de la calma chicha, así languidece
el amor en la tibieza e indiferencia de la costumbre. ¡Ay!, de todos nuestros
enemigos es quizá la costumbre el más taimado; sobre todo, es lo
suficientemente taimado como para no dejarse notar jamás, pues quien cayó en la
cuenta de la costumbre quedó liberado de ella. La costumbre no es como los
otros enemigos que se ven y contra los que uno se defiende luchando; la lucha
es en realidad consigo mismo, para desenmascararla. Es como el predador,
conocido por su carácter taimado, que furtivamente asalta a los que duermen:
mientras le chupa la sangre al durmiente, esparce frescor sobre él haciéndole
el sueño todavía más delicioso. Así es la costumbre, o todavía peor; pues aquel
animal busca su presa entre los que duermen, pero no cuenta con ningún recurso
para adormecer a los despiertos. En cambio, la costumbre sí que lo tiene; se desliza
sobre un ser humano y lo duerme, y cuando eso ha sucedido le chupa la sangre,
al tiempo que esparce frescor sobre él haciéndole el sueño todavía más
delicioso. De esta manera, el amor inmediato puede cambiar desde sí mismo,
volviéndose incognoscible, pues al odio y los celos se les conoce a pesar de
todo por el amor. De este modo, el ser humano mismo nota alguna vez, como un
sueño que pasa de largo y es olvidado, que la costumbre lo ha cambiado;
entonces quiere poner de nuevo las cosas en su sitio, pero desconoce dónde ha
de ir a comprar el nuevo aceite23 que inflame el amor. Y se desalienta,
enfadado y disgustado consigo mismo, disgustado con su amor, disgustado porque
éste sea tan miserable como es, disgustado porque él no puede cambiar las cosas,
porque, ¡ay!, no prestó atención al cambio de la eternidad cuando estaba a
tiempo, y ahora incluso ha perdido las fuerzas para soportar la curación. ¡Oh!,
qué triste resulta ver a alguien, que en una ocasión vivió una época de apogeo,
ahora empobrecido, pero ¡cuánto más triste que ese cambio es ver al amor
trocado en esa cosa casi repugnante! Por contraste, cuando el amor,
convirtiéndose en deber, ha sufrido el cambio de la eternidad, entonces
desconocerá la costumbre, entonces la costumbre no tendrá poder sobre él. Igual
que se afirma de la vida eterna que en ella no hay suspiros ni lágrimas, así
también se podría añadir que en ella no cabe la costumbre; y en verdad con ello
no afirmamos algo menos magnífico. Si realmente quieres salvar tu alma o tu
amor del carácter taimado de la costumbre, no creas, como la mayoría de los
humanos, que hay muchos medios para mantenerse despierto y seguro, pues en
verdad no hay más que uno: el «has de» de la eternidad.”[1]
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