“Amar al prójimo significa esencialmente querer existir por igual para
cada ser humano incondicionalmente, permaneciendo en la diversidad terrena
propia que a uno le ha sido asignada. Es soberbia y presunción querer existir
única y manifiestamente para otros seres humanos según la preeminencia de la
propia diversidad terrena; pero la invención sagaz de no querer en absoluto
existir para otros, con el fin de gozar secretamente en unión con sus iguales
las ventajas de la diversidad propia, es soberbia cobarde. En ambos frentes hay
discordia; pero quien ama al prójimo está en paz. Está en paz por contentarse con la diversidad
que se le ha asignado en la vida terrena, sea la de la distinción o sea la
inferioridad, y por lo demás deja que cada diversidad de la vida terrena siga
en pie y valga por lo que ha de valer legítimamente aquí en esta vida; pues «no
codiciarás lo que es del prójimo, ni a su mujer, ni a su asno»[1],
y consiguientemente tampoco la preeminencia que se le ha concedido en la vida;
si a ti te ha sido negada, tendrás con todo que alegrarte de que a él se le
haya concedido. De esta manera está en paz el que ama al prójimo, no evita
cobardemente al más poderoso que él, sino que ama al prójimo, así como tampoco,
dándose tono, al que es inferior, sino que ama al prójimo, y esencialmente
desea existir por igual para todos los seres humanos, sea o no de hecho
realmente conocido por muchos de ellos. Tiene innegablemente una considerable
envergadura de alas, mas no se trata de un vuelo orgulloso que sobrevuela el
mundo, sino que es el vuelo pegado a la tierra, humilde y difícil, de la
abnegación.
Es mucho más fácil y mucho más cómodo el deslizarse a través de
la vida, si se es un distinguido, viviendo en un retiro más distinguido, o
bien, si se es un inferior, viviendo en una tranquilidad desapercibida, y puede
incluso parecer, por muy extraño que ello sea, que mediante esta forma de vida
escurridiza se haría más, precisamente porque uno se expondría a mucho menor
resistencia. Pero por muy agradable que para la carne y la sangre sea eludir la
resistencia, ¿será ello también consolador a la hora de la muerte? A la hora de
la muerte la única cosa consoladora será el no haberla eludido, sino haberla
soportado. No está en el poder del ser humano lo que ha o no ha de llevar a
cabo, no es él quien ha de conducir el mundo; la sola y única cosa que tiene
que hacer es obedecer. Lo que primero y principalmente tiene que hacer cada
cual (en lugar de preguntarse qué posición le resultará más cómoda, qué unión
le será más ventajosa) es situarse él mismo en el punto donde la providencia
pueda servirse de él, si es que así le place a la providencia. Este punto es
cabalmente el amor al prójimo, o bien existir esencialmente por igual para cada
ser humano. Cualquier otro punto significa discordia, por muy ventajosa y
cómoda y aparentemente significativa que pueda ser esta posición; la
providencia no puede servirse del que se ha situado ahí, ya que precisamente se
ha rebelado contra la providencia. Mas quien adoptó aquella acertada posición
inadvertida, aquella menospreciada y rehusada, sin aferrarse a su diversidad
terrena, sin mantenerse unido a un solo ser humano, existiendo esencialmente
por igual para cada ser humano, él, aunque aparentemente no haya llevado a cabo
nada, aunque no haya sido expuesto al escarnio de los inferiores o a la burla
de los distinguidos, o al escarnio y la burla de ambos, se atreverá sin embargo
a decirle a la hora de la muerte a su alma consoladoramente: «Yo he hecho lo
mío; no sé si he llevado a cabo algo, no sé si he beneficiado a alguien, pero
sí sé que he existido para ellos, y lo sé porque me escarnecieron. Y éste es mi
consuelo: que no me llevaré conmigo a la tumba el secreto de que yo, para pasar
días buenos e imperturbados y cómodos en la vida, haya renegado del parentesco
con los demás seres humanos, ni con los de humilde condición, para vivir en una
distinguida reserva, ni con los distinguidos, para vivir en oculta
inadvertencia». Deja ahora que quien mediante la unión y no existiendo para
todos los seres humanos, llevó a cabo mucho, tenga buen cuidado para que la
muerte no le cambie su vida, cuando le recuerde su responsabilidad. Porque
quien hizo lo que era suyo llamando la atención de los seres humanos, bien de
los inferiores, bien de los distinguidos; quien instruyendo, actuando,
afanándose, existió para todos por igual, no tiene responsabilidad alguna, por
más que los seres humanos manifestaran al perseguirlo que se habían dado
cuenta; él no tiene responsabilidad alguna, e incluso ha beneficiado, ya que la
condición para sacar algún provecho es siempre y ante todo el darse cuenta.
Pero
quien cobardemente sólo existió dentro del muro de la unión, por muchísimo que
llevara a cabo y por muchas ventajas que ganara; quien cobardemente no se
atrevió a llamar la atención de los seres humanos, ni de los inferiores ni de
los distinguidos, porque tenía el presentimiento de que la atención de los
seres humanos es un bien ambiguo cuando, en efecto, se tiene que comunicar algo
verdadero; quien cobardemente garantizó su celebrada actividad por medio
de la estima personal cargará con la responsabilidad de no haber amado al
prójimo. Si alguien semejante dijera: «Sí, ¿de qué puede servir establecer
uno su vida según medida semejante?», entonces yo respondería: ¿para qué crees
tú que puede servir esta excusa en la eternidad? Pues el mandamiento de la
eternidad es infinitamente superior a cualquier excusa, por ingeniosa que sea. Entre
aquellos que la providencia empleó como instrumentos al servicio de la verdad
(y no olvidemos que todo ser humano debe y ha de atreverse a serlo, o al menos
debe organizar su vida de tal manera que pudiera serlo), no habrá además ni uno
solo que haya organizado su vida de otro modo que no fuera el de existir por
igual para cada ser humano. Y ninguno de ellos se mantuvo unido jamás con los
inferiores, ni jamás se mantuvo unido con los distinguidos, sino que existió
por igual para el distinguido y para el más insignificante. Verdaderamente sólo
amando al prójimo puede un ser humano realizar lo supremo; ya que lo supremo
consiste en poder ser un instrumento en manos de la providencia. Pero,
según quedó dicho, todo el que se ha situado en algún otro punto, todo el
que forma partido y unidad, está en el partido o en la unidad, conduce por cuenta
propia, y aunque transformara el mundo, todo lo que ha realizado sería una
alucinación. Tampoco le proporcionará gran alegría en la eternidad, pues
muy posiblemente la providencia lo utilizó, pero ¡ay!, no lo habrá utilizado
como instrumento; fue un voluntarioso, un sabihondo, y el afán de alguien
semejante también lo utiliza la providencia, llevándose su penoso trabajo y
privándole de su paga[2].
Por muy ridículo, retrasado e inadecuado que pueda parecerle al mundo amar al
prójimo, es sin embargo lo supremo que un ser humano consigue llevar a cabo. Y
tampoco lo supremo ha encajado nunca totalmente en las circunstancias de la
vida terrena: es al mismo tiempo muy poco y demasiado.”[3]