“…El prójimo es una determinación puramente espiritual. Al prójimo sólo
se lo ve con los ojos cerrados o pasando por alto las diversidades. El ojo
sensible siempre ve las diversidades y siempre mira a las diversidades. Por
eso, la cordura terrena vocifera desde la mañana hasta la tarde: «¡Mira bien a
quién amas!». ¡Ay!, si se debe amar de verdad al prójimo, entonces lo que vale
es: sobre todo, no te andes con miramientos; pues sin duda tal prudencia, en orden
a verificar el objeto, haría que jamás llegaras a ver al prójimo, ya que éste
es cualquier ser humano, el primero el mejor, tomado completamente a ciegas. El
poeta desprecia la ceguera vidente de la prudencia sabihonda, la cual enseña
que hay que mirar bien a quién se ama. Él nos enseña que el amor nos vuelve
ciegos; el amante, según la opinión del poeta, de una manera misteriosa e
inexplicable, encontrará su objeto o se enamorará, y así se volverá ciego de
amor, ciego para cualquier defecto, cualquier imperfección en el amado, ciego
para todo lo que no sea este amado, aunque, con todo, no ciego para ver que
este es el único en el mundo entero. Siendo así, la pasión amorosa vuelve ciego
de seguro a un ser humano, pero además le vuelve un escrupuloso vidente para
que no tome a ningún otro ser humano por ese único, con lo que le vuelve ciego
respecto de ese amado, en la medida en que le enseña a hacer una diferencia
enorme entre ese único y todos los demás seres humanos. Por el contrario, el
amor al prójimo vuelve ciego a un ser humano en el sentido más profundo y más
noble y más bienaventurado, de suerte que ame ciegamente a cada ser humano,
tanto como el amante ama al amado.”[1]
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